Asesinatos
María tenía 67 años, era viuda y tenía un hijo de 40. Su
marido había muerto hacía un tiempo y no le dejó en herencia ninguna fortuna.
Pero no se podía quejar. Tenía un piso a su nombre y estaba pagado, de cuando
pagar un piso no era un proceso que costara 30 años y un día. Y con la pensión
de viudedad, se apañaba para llegar a fin de mes. Sin lujos, pero con
tranquilidad. Lo dicho, vaya, que no se podía quejar.
El hijo de María, el de los 40 años, en su día no quiso
estudiar. No le merecía la pena. Nunca había sido precisamente un lumbreras. Y
además, en la obra se ganaba bien. Entró de peón un poco después de dejar del
colegio, y al cabo de poco tiempo, ya era encofrador, y por lo que se decía, un
encofrador de los buenos. El caso es que hace unos diez años conoció a una
chica muy maja, y él y ella decidieron casarse.
Por aquel entonces, el hijo de María tenía un dinero
ahorrado, y estaba fijo en la constructora, en la que llevaba toda la vida.
Pero los pisos en 2004 estaban por las nubes, así que el banco les exigió un
avalista.
María y su marido no se lo pensaron dos veces, y avalaron a
su hijo. ¿Cómo no iban a hacerlo? El chico les había salido responsable, estaba
fijo, y ganaba bien. Y los mil euritos que se sacaba la novia de camarera, ahí
estaban, para un apuro. Además, los pisos no paraban de subir. Si no compraba
ahora, el piso que querían valdría el doble en poco tiempo.
Luego llegó 2008 y la crisis económica se presentó sin
avisar. La burbuja inmobiliaria les explotó en la cara. Al principio no pareció
muy grave. “Esto va a ser cosa de un par de años. De peores hemos salido. Ya
capearemos el temporal como podamos.” La nuera de María se fue a la calle,
porque el bar cerró. Se fue sin derecho a nada, porque estaba sin contrato. Al
hijo de María le dijeron en el trabajo que no se preocupara, pero que la
empresa tendría que apretarse el cinturón durante un tiempo, y que se
despidiera unos meses de esa mitad del sueldo que cobraba en negro. Eso
significaba, básicamente, que casi todo lo que ganaba se le iba a ir en pagar
la hipoteca. Que iba a hacer, eran lentejas. En otras constructoras estaban
igual, o peor. Por lo menos estaba fijo, y con un churumbel en camino, no podía
permitirse hacer el tonto.
Hasta que a primeros de enero de 2011, el hijo de María se
dio cuenta de que no le habían ingresado la nómina. Pensó que había algún
error, pero al hablarlo con otros compañeros, vio de que todos estaban sin
cobrar. Protestaron, por supuesto. Se negaron a trabajar. Se encararon con el
jefe. Le amenazaron. Pero no sirvió de nada. Al final, aguantó tres meses
trabajando gratis, y consiguió que lo despidieran, para, por lo menos, cobrar
el paro.
“En dos años, algo saldrá” pensaban el hijo y la nuera de
María. Pero no salió nada. Y los dos años del subsidio se le pasaron en un
suspiro. Y con los dos años, desapareció el poco dinero que aún tenían ahorrado de los buenos
tiempos, porque con el paro no le daba para pagar el piso, la luz, el gas, y
para comer todos los días. De la noche a la mañana se vieron sin nada, y con
una deuda millonaria con el banco. Dos meses sin pagar la hipoteca, y el banco
se negó a negociar. No había nada que negociar. No tenían ingresos, luego no
podían pagar, luego expropiaban.
Así que María se vio, recién enviudada, y con una pensión
escasa, teniendo que acoger en su casa a su hijo, a su nuera, y a un nieto. Y
con una deuda que el banco le exigía, como avalista. María no terminaba de
entenderlo, porque el banco se había quedado con el piso de su hijo, y durante
diez años, habían estado pagando la hipoteca. Pero por alguna razón que se le
escapaba, no era suficiente.
La orden de desahucio no tardó mucho en llegar. El día
fijado, unos funcionarios llamaron a su puerta, y mientras subían en ascensor
para efectuar el lanzamiento, María salía lanzada por la ventana de su
casa, se reventó la cabeza y murió.
Fermín tenía 55 años y padecía hepatitis C. La hepatitis C es una enfermedad crónica que, básicamente, te destroza el hígado. Fermín no había bebido más de treinta cañas en su vida. Y no le gustaba tomar copas después de comer. En navidades, o en las bodas, acostumbraba a beberse un cubata de ron. Eso era todo. Sin embargo, la enfermedad de Fermín amenazaba con dejarle el hígado como el del un alcohólico compulsivo.
La hepatitis C se contagia principalmente cuando el torrente
sanguíneo entra en contacto con sangre infectada. El único contacto que Fermín
había tenido con las drogas era un par de caladas a un porro de marihuana, que
por cierto, le sentaron a cuerno quemado. Así que él y su familia
sospechaban que se había contagiado
durante el servicio militar, allá por los años 70, en el que, para vacunar a
los soldados, se utilizaba la misma aguja cientos de veces, y la higiene con la
que se limpiaba, parece ser que dejaba mucho que desear.
El caso es que Fermín estaba muy enfermo, y el tratamiento
que los médicos le suministraban no terminaba de funcionar. Le habían hablado
de un tratamiento nuevo y revolucionario, que incluso podía curarle. El
problema es que la Seguridad Social no lo cubría.
Fermín llevaba trabajando como un burro desde los 14 años.
Pagando impuestos. Cotizando a la Seguridad Social, con la extravagante idea de
que se estaba procurando, para él y para los suyos, una sanidad universal y
gratuita. Y cuando realmente necesitaba que el Estado le echara una mano, el
Estado, que probablemente era responsable de su enfermedad, le decía que, tal y
como estaban las arcas de llenas, no era posible abonar los 60.000€ que valían
sus medicamentos.
Fermín tampoco tenía ese dinero.
Un año después, durante el transplante de hígado, la
anestesia fue más fuerte que Fermín y lo mató.
Elisa era una mujer de éxito. Gracias a sus habilidades sociales, a su olfato político, y al cariño de su pueblo, se había convertido por tercera vez en la alcaldesa de su ciudad. Las dos últimas veces con mayoría absoluta. Estaba en la cresta de la ola, y más valía que nadaras con ella, o te podía barrer el tsunami.
Elisa había tenido una amiga hace años, o eso había creído
por entonces. Jamás habría sospechado de ella, lo que son las cosas. Y resulta
que la muy zorra se estaba tirando a su marido.
Elisa estaba rabiosa. Así le pagaba toda la ayuda, la
mosquita muerta. Así le pagaba el puesto como técnico arquitecto asesor del
ayuntamiento, que le había creado a la medida de su curriculum. Así le pagaba
que la hubiera puesto ahí a dedo, cobrando un pastón y sin tener que trabajar.
Esa bruja se había reído de ella y no lo podía consentir.
Así que, de la noche a la mañana, Elisa había convocado
oposiciones para la plaza que ocupaba aquella hija de puta. Ella podía hacerlo,
porque era la que mandaba. Podía hacer eso, y también podía suprimir la plaza,
cuando vio que su antigua amiga se había quedado primera en el concurso.
Si. Elisa era poderosa, y
podía ser la mejor amiga del mundo. Pero si la intentabas joder, te
pasaría como a esa desgraciada, que se había quedado en la puta calle. Y que ya
podía estar contenta de que la cosa se quedara solo en eso.
Porque Elisa era la dueña de la ciudad.
Una tarde, a la salida del pleno, Elisa recibió un tiro en
el pecho que le acertó de lleno en el corazón. Lo último que vio en su vida fue
como sus escoltas se intentaban reducir a aquella mujer ingrata.
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