Cara Anchoa, la precuela.
Son las seis menos cinco y suena el despertador. Otra vez
lunes. Llevas más de cuatro años con el mismo horario y todavía no te has
acostumbrado a madrugar. Y aún faltan tres meses para las vacaciones. Asco de
vida.
Echas el brazo a la derecha, buscando el contacto de tu
mujer, tumbada a tu lado en la cama. Te dispones a despertarla, pero te
acuerdas de la bronca que tuvisteis ayer a cuenta de una pataleta de los niños.
Ella se puso nerviosa y les gritó, y de paso te gritó a ti. Así que detienes tu
mano justo a tiempo. A ver si esta tarde te da tiempo a hablar con ella y hacer
las paces, pero de momento no estás de humor. Además, desde la semana pasada no
tiene que madrugar porque se ha quedado en el paro. Era de esperar. Por lo
menos le avisaron con tiempo de que no le iban a renovar el contrato. En fin.
Otra vez a apretarse el cinturón un poco más, hasta que encuentre otra cosa.
Poco a poco, consigues vencer la lucha contra ti mismo, y
contra el calor de las mantas, y te arrastras hasta el baño. Una ducha fría te
pone de más mala leche, pero te despierta. El café de oferta del super también
ayuda, aunque sepa a demonios.
Te montas en el coche y te das cuenta de que hay que pasar
por la gasolinera, así que tienes que darte prisa si no quieres llegar tarde al
trabajo. Te metes en la autovía y no te das cuenta de que te has puesto a 95.
Pisas el freno, y para cuando el coche ya se ha puesto a la velocidad
permitida, ya has sobrepasado el radar. Seguramente no haya saltado la foto.
¿Esas cosas tienen un margen de error, no? Aun así, jurarías haber vislumbrado
por el rabillo del ojo el fogonazo de un flash. Como te hayan pillado son 100
euros. Te cagas en lo más barrido.
Para no variar, ha subido la gasolina. Se ve que los árabes
han echado cuentas y no les salían. Justo como a ti. Y el empleado de la
gasolinera se ha hecho un lio al cobrar con tarjeta al cliente anterior a ti, y
tiene que anular el ticket y volver a empezar. Miras el reloj, y haces tus
cálculos. Mucha suerte tienes que tener para llegar justo al curro.
Pero se ve que la suerte no está contigo, porque al salir de
la gasolinera te topas con un atasco. No dura mucho, eso sí. Lo justo para que
llegues un cuarto de hora tarde, y tu jefe te pegue un rapapolvo, y te acuse de
no implicarte lo suficiente con la empresa y de ser un irresponsable. Cualquier
otro día desconectarías. Dejarías el piloto automático mientras el imbécil de
tu encargado suelta sapos por la boca, y tú te irías lejos. Pero hoy no te
sale. Hoy, cada palabra que suelta el tío, que es otro currito como tú, pero se
cree que va a heredar la empresa, parece un carbón al rojo que se amontona en
tu cabeza.
Pero toca agachar la cabeza, porque no puedes permitir que
te echen a la calle. No puedes perder tu estatus actual de “no me quejo, porque
al menos tengo trabajo”.
Así que callas la boca, y coges la furgoneta de reparto, con
el maletero lleno de paquetes, y la cabeza llena de chispas.
Estás con tu quinto o sexto paquete. Llamando por tercera
vez a un timbre que no contesta nadie. Y cuando vas a echar la mano al fajo de
recibos, para dejárselo en el buzón al destinatario del bulto, ves que se te
acerca un chico. Va muy bien vestido y con un peinado impecable. Parece el
típico niño pijo. Te pregunta, con mucha educación por la dirección de una
tienda. Dejas tu trabajo y, con tu mejor intención, le indicas donde está.
Pero él dice que no se aclara, y te llama “cara anchoa”.
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